¿Quién quema el monte?… otra vez. J. Manuel De Las Heras (Unión de Uniones)

Rara es la mañana en la que no nos desayunamos con alguna noticia sobre un nuevo
incendio, ya sea en Castillo de las Guardas (Sevilla), en Verín (Orense), en
Piedrabuena (Ciudad Real) o en cualquier otro punto de nuestra geografía, que se van
sumando a una larga lista de desastres en este verano que, por desgracia, aún no
podremos dar por cerrada.

Sin lugar a duda, ha sido el de La Palma el que más ha focalizado la atención pública
por las vidas que ha costado, por lo tristemente absurdo de su origen y por la zona
arrasada. Cada incendio se nos lleva, con los recursos naturales destruidos, un poco
la vida de todos, pero en algunos casos de una forma dramática, fulminante y cruel.
Sin embargo es algo que se nos vuelve a olvidar todos los otoños.

No hace fal ta esperar a que se cierren las cifras de 2016 para saber que la cosa va
mal. Irá mal ya pase lo que pase este año porque en los últimos 10 han ardido en
España cerca de un millón de hectáreas. Hay muchas provincias españolas que miden
menos. Un millón de hectáreas consumidas por el fuego cuya regeneración es difícil y
lenta; y a veces imposibles de restaurar a su estado natural.

Que la prevención no está funcionando es evidente. Pero ¿cómo se previene la
estulticia humana? ¿ Cómo su ruindad?. Cuando el 95 % de los incendios son
provocados los planes preventivos son útiles, son necesarios, pero no bastan para
evitar que en Galicia una señora se dedique a ir sembrado de velas el monte para
meterle fuego.

En los años 70 el conejo del ICONA ya nos preguntaba desde los carteles de su
campaña de concienciación ¿quién quema el monte?. Desde entonces ya han llovido
campañas de éstas que tampoco han frenado esta sangría verde de todos los
veranos.

Y cada mes de julio y agosto los medios humanos y materiales tienen que
multiplicarse, o al menos así lo parece en época de recortes presupuestarios, para
acudir a combatir el fuego propagado como una epidemia por cualquier punto de
España.

Vamos camino de acabar con los incendios por la vía de que no haya monte para
arder. Como en el Sáhara. Antes de que eso nos suceda reconozcamos con humildad
que, pese al encomiable esfuerzo de muchos, algo está fallando… o que puede que
estén fallando muchas cosas.

Duelen las imprudencias y los descuidos que ocasionan en nuestros bosque s
tragedias tan evitables… y al tiempo tan difíciles de evitar, parece, como las de cada
fin de semana en nuestras carreteras. Creo que la inmensa mayoría de los ciudadanos
sentimos repugnancia cuando las tragedias se provocan, no por una inconsciencia,
s ino por la maldad en estado puro personificada en pirómanos que haríamos bien, a ​
falta de mejor prisión, en pagarles cada verano unas vacaciones en el Polo Norte o en
el desierto de Atacama.

Pero también, me desesperan en mi región de Castilla y León, o do nde sea, esos
montes abandonados a su suerte por imperativo legal, en la idea errónea de que ellos
solos retornarán con el paso de los años a su situación primigenia; que lo mejor es
erradicar cualquier actividad humana, incluso aquellas que tradicionalmen te han
contribuido a mantenerlo limpio de excesos de material combustible y a sensibilizar a
la población del entorno próximo en lo precioso de su conservación. No es posible
alejar físicamente a las personas del monte, sin desconectarlas también
anímicame nte, socialmente. Lo decía hace poco Marc Castellnou, bombero de élite:
los productos cuya elaboración requiere “un espacio en el paisaje” dificultan la
propagación de incendios porque restan “carga de combustible” y que no arde igual un
bosque abandonado que uno pastado por ovejas y cabras.

Tampoco podemos olvidar que la muerte del monte es un negocio mejor – para
algunos, que no para la sociedad – que el monte vivo. Más de 50.000 euros por hora
cuestan el operativo para apagar un incendio. Hay negocio mient ras se intenta apagar
el fuego, negocio cuando se limpian y retiran los residuos, negocio con la madera
quemada, negocio cuando se reforesta… y no digamos cuando se urbaniza o se
construye, aunque sea supuestamente en aras del “interés general”.

El humo de l fuego puede ocultar muchos intereses creados que se retroalimentan
unos a otros… y puede también que muchos mitos. Averigüémoslo profundizando más
en el diagnóstico y pongámosle solución si podemos, que ya sé que no es fácil.
Pero a ver si este otoño, cu ando se apaguen los micrófonos de las ruedas de prensa
sobre las estadísticas de conatos, grandes incendios y hectáreas arboladas y de
monte bajo… cuando los políticos ya hayan vendido todos sus extraordinarios
esfuerzos en los medios terrestres y aéreos d esplazados y la escasa colaboración que
han encontrado en la Administración de enfrente… cuando llegue el otoño, por favor,
que no se nos olvide otra vez esta tragedia nacional.

No nos resignemos a que entre nosotros y el cambio climático – que algunos dic en que
es lo mismo, vaya usted a saber – acabemos con el patrimonio natural, forestal y de
biodiversidad de nuestro país, de nuestra tierra, de nuestro campo. Demos el espacio
que necesite a una reflexión constructiva con todas las partes involucradas, tamb ién
con nosotros, con los agricultores y ganaderos, que estamos en el medio rural y que
tenemos también mucho que perder, quizás incluso más que otros, aunque a veces
nos resulte difícil verlo. Nosotros estamos dispuestos a sentarnos y a buscar
soluciones colectivas para que dentro de un tiempo, ojalá fuera poco, no tengamos
que repetir cada verano el mismo abatido discurso.

Jose Manuel De Las Heras
Coordinador estatal de Unión de Uniones

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