Opinión. El impuesto como receta universal. José María Castilla. Director Asaja Bruselas.

José María Castilla Asaja

Hay ideas tan seductoras en su simplicidad que cuesta creer que no sean infalibles. Una de ellas es pensar que los problemas de salud pública se resuelven a golpe de impuestos. Subir tasas al alcohol, al tabaco y al azúcar: el nuevo mantra. Porque, claro, si algo es complejo, pongamos un gravamen. Y asunto resuelto. 

La última recomendación de la Junta Ejecutiva de la OMS va en esa línea. Sugiere a los Estados miembros considerar incrementos fiscales sobre estos productos. Todo muy razonable, salvo por un pequeño detalle: el impacto que semejante “medida sanitaria” tiene sobre sectores productivos clave. Pero, al parecer, la economía rural y la cultura alimentaria son cuestiones menores cuando se trata de salvarnos de nosotros mismos. 

Ya lo vimos con el azúcar, convertido en enemigo público sin matices. Se olvidó, por ejemplo, mencionar la importancia que tienen los diferentes tipos de azúcares consumidos a través de la dieta y en diferentes fuentes alimentarias en las etapas de la vida y situaciones fisiológicas especiales, y como el consumo moderado de azúcar es compatible con una dieta equilibrada y estilos de vida activos o los riesgos del consumo muy insuficiente, principalmente en lo referido a un bajo aporte de glucosa en etapas críticas de la vida  (Partearroyo, Teresa, Sánchez Campayo, Elena, & Varela Moreiras, Gregorio. (2013)). 

También, en lo referente a la carne, el debate se simplificó hasta el absurdo, ignorando no solo sus implicaciones económicas y sociales, sino también estudios como el publicado en la Revista de Investigación e Innovación Agropecuaria y de Recursos Naturales (2018) donde se dice que “la carne es altamente digestible y su consumo puede contribuir a una dieta equilibrada, aportando nutrientes difíciles de obtener en cantidades suficientes a partir de fuentes vegetales.»

Aporta proteínas de alta calidad, hierro y vitaminas esenciales sin un aumento relevante en el riesgo de enfermedades si se integra en un estilo de vida saludable. Pero tranquilos, todo por nuestra salud. No hay como un buen impuesto para limpiar conciencias y llenar arcas. 

Resulta curioso cómo se obvia, con discreción casi elegante, la evidencia científica que matiza estas visiones simplistas. Por ejemplo, el vino. Parte fundamental de la dieta mediterránea, con estudios que relacionan su consumo moderado con beneficios cardiovasculares. Pero eso no encaja en el relato. Hablar de moderación exige educación y contexto, conceptos mucho menos atractivos que una medida fiscal de aplicación inmediata. 

Por supuesto, es comprensible. Educar en hábitos saludables es lento y no recauda. Fomentar el consumo responsable requiere esfuerzo. En cambio, un impuesto es directo, medible y, lo más importante, queda bien en los informes. Aunque detrás queden agricultores, bodegueros y ganaderos, sectores enteros que vuelven a ser el blanco fácil de decisiones poco sopesadas. 

Y lo más curioso de todo: la negociación de estos asuntos queda en manos casi exclusivas de los Ministerios de Sanidad. Sin contar con el sector agrario. Como si la salud pública pudiera desligarse de la salud económica de quienes producen lo que consumimos. Como si no supiéramos que la cultura alimentaria también es patrimonio.

Quizá deberíamos replantearnos si queremos resolver problemas o simplemente ponerles precio. Porque a este ritmo, terminará siendo más saludable —y desde luego más barato— brindar con agua del grifo. Eso sí, sin gas. No vaya a ser que también lo graven por si resulta indigesto. 

José María Castilla. Director de la oficina de Asaja en Brusela

Publicidad

Dejar una respuesta

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí