A veces, en mitad del polvo y la nada, aparece un milagro con patas largas y color de salmón. No es un espejismo, ni una metáfora: es un flamenco cruzando el cielo manchego, como si alguien hubiera derramado una pincelada de surrealismo sobre la austeridad de la llanura. En Pedro Muñoz (Ciudad Real), donde la tierra suele hablar con voz seca hay una laguna que florece en secreto. La primavera no llega aquí con estridencia, sino con diplomacia: juncos, brisas, vuelos bajos. Y una promesa líquida en el corazón de lo árido.
Porque sí: en esta Mancha de horizontes obstinados, donde el color siempre es conquista y la belleza se mide en sobriedad, existe un lugar que se permite cierta coquetería silvestre. Mayo se presenta como un ensayo de lo posible: los brotes se atreven, las aves regresan, y el aire —que ya no es del todo frío— empieza a llevar consigo algo parecido a la esperanza.
En una época donde todo debe justificar su Porque sí: en esta Mancha de horizontes obstinados, donde el color siempre es conquista y la belleza se mide en sobriedad, existe un lugar que se permite cierta coquetería silvestre. Mayo se presenta como un ensayo de lo posible: los brotes se atreven, las aves regresan, y el aire —que ya no es del todo frío— empieza a llevar consigo algo parecido a la esperanza.utilidad, la persistencia de un humedal manchego —con sus fiebres históricas y su melancolía ecológica— resulta casi una insolencia lírica. La laguna, temida en el siglo XV como foco de pestes, es hoy un consuelo para quienes no creen en la redención, pero sí en los atardeceres.

Decía Pla que el paisaje más que verse, se oye. Aquí, el sonido es el del coloquio de aves migratorias, el crujido de la sal bajo el paso leve de una cigüeleña, el susurro de los álamos mecidos por la brisa. Todo habla con discreción, como un párrafo bien escrito.
Y luego están ellos: los flamencos. Tan improbables en estas latitudes como una sinfonía en un secadero de esparto. Su elegancia, escéptica y ajena, se posa con la delicadeza de un gesto japonés. Su presencia en La Mancha —esa tierra que etimológicamente es “la seca”— es una paradoja viva, un desmentido rosa que convierte el desamparo en lirismo. Uno los mira y entiende que incluso la aridez puede tener alma de acuarela.




En Pedro Muñoz —nombre que suena a novela de Baroja, con posada, bodega y desengaño amoroso— el tiempo aún resiste al siglo. El viñedo abraza la laguna como si quisiera protegerla de sí misma. De allí surgen vinos de carácter, sin maquillaje ni urgencia, fermentados con la dignidad de quien ha visto mucho y habla poco. Tintos terrosos, blancos afrutados: breves tratados de geografía y memoria en cada sorbo.
El paseo por el humedal exige sólo disposición a la lentitud. No hay selfies que valgan: aquí la recompensa es interior. Los viajeros de hoy —ese tipo humano a medio camino entre el turista y el escapista— harían bien en detenerse aquí, aunque sea por unas horas. Porque hay lugares donde el alma no se ensancha con la grandeza, sino con la sutileza. Pedro Muñoz y su laguna son uno de esos lugares. Aquí no hay épica, sino una lírica silvestre que se posa como garza en la tarde.
Quizá sea eso lo que hace inolvidable este lugar: que no presume, pero transforma. Que no grita, pero permanece.
Y sin embargo, al mirar la laguna, algo dentro se calma. Como si, por un instante, la prisa no tuviera sentido y uno recordara cómo era andar sin ruido.
Porque hay destinos que se conquistan con maletas y otros que te adoptan en silencio, como un libro que no esperabas abrir y que acaba leyéndote a ti.
Y sí: en mitad de La Mancha, lo que parecía solo una mancha más en el mapa, resulta ser un pequeño prodigio de agua, memoria y fauna.
Un lugar que no se olvida. Y que uno, si puede, comparte.
El Blog de Rubén Villanueva. Comunicación agroalimentaria, marketing y otras hierbas